Cuando la redacción de la Revista me invitó a escribir un artículo para San Juan, sentí una especie de miedo por la gran responsabilidad que asumía. Me invitaba a describir mi experiencia como cascabelero. Lo primero que pensé fue lo difícil que sería la tarea de plasmar en un papel mis emociones, porque de eso se trataba, mi experiencia como cascabelero fue sobre todo emocional. Intentaré explicarlo.

Como muchos alosneros, mi vínculo con San Juan existe desde muy temprana edad. En mi casa el día 24 de Junio se vive de una manera especial. Mu hermano mayor era cascabelero y yo pasaba la noche de San Juan soñando con ayudarle a que se vistiera de cascabelero y acompañarlo a la Casa Hermandad. Ya los sonidos de los cascabeles se adentraban en lo más profundo de mi corazón. Luego, cuando tuve edad, me metí en el Coro Infantil hasta que salí de la escuela. De esa época recuerdo las explicaciones de mi tío Tomás sobre la trascendencia de bailar los cascabeleros, no consistía sólo en ponerse la ropa y dar cuatro zapatazos sino que era una cosa más seria e importante. Me quedaba con la boca abierta escuchado hablar de las vivencias, historias y anécdotas de los viejos cascabeleros. Todas esas experiencias iban labrando en mi mente la idea de lo que debe ser un cascabelero. También suponía una aspiración personal.

Cuando salí de la escuela, todavía no había sorteo de ropas, por lo que era muy difícil acceder al grupo de cascabeleros, aunque siempre tenía una pequeña esperanza. Después, cuando se instauró el sorteo para ser cascabelero, ya sólo era cuestión de suerte, me podía tocar igual que a cualquier otro. Ha desde el primer sorteo allá por el año 1984, empecé a echar mi papeleta en la urna con la ilusión de que fuera uno de los afortunados. Con cada año que pasaba, esa ilusión inicial se tornaba en decepción, en una frustración cada vez mayor. Me alegraba por los que le tocaban, pero también sentía una sana envidia al verlos gritar y llorar de alegría. Pasaban los años y a mí no me tocaba. Pensaba que no me tocaría nunca (Aprovecho estas líneas para pedir a la Junta de Gobierno de la Hermandad que considere y estudie la idea de que pueda bailar por lo menos un año, al alosnero que acredite haber participado en todos los sorteos anteriores y que al llegarle la edad máxima no pueda hacerlo más. Así podría superar esa frustración achacable sólo a su mala suerte).

Y el año pasado, cuando menos lo esperaba, salió mi papeleta. Cuando escuché a Benito Ponce pronunciar mi nombre, me dio tal vuelco el corazón que noté cómo se aceleraba. Cerré los ojos y cuando al instante los abrí, vi la imagen de mi hija que se acercaba, llorando de alegría para abrazarme. En ese momento empecé a creerme que era verdad, que iba a ser cascabelero.

Mientras recibía las felicitaciones de mis amigos, de mis familiares, de mi mujer, percibía que se alegraban por mí, que se alegraban conmigo.

En los días previos a San Juan, en los ensayos, comencé a considerarme importante, privilegiado. Iba a suceder lo que tanto había esperado.

La madrugada de San Juan se me hizo corta. Entre nerviosísimo y Alborá fue amaneciendo. El coro de por la mañana en la calle la Iglesia, una copa de aguardiente y “pa” casa a vestirse. Esta vez era yo el que se vestía, en compañía de mi hermano el chico también cascabelero. Mis otros dos hermanos nos ayudaban. El pantalón, el chalequillo, la faja, la banda, las cascabeleras… Cuando ya estoy vestido me viene a la memoria la copla:

Este año quiero ser

Cascabelero valiente

De esos que van sonriendo

Con el sudor por la frente.

De esos que gritando dicen

Que Viva San Juan y mi gente

Mi guitarra y mi fandango

Y unas copas de aguardiente.

Pensé que ese era mi ideal de cascabelero. Ya en la precesión salen de mi interior todas esas emociones acumuladas a lo largo de los años, algunas contradictorias: alegría-tristeza, ilusión-decepción, satisfacción-frustración, etc. Pero en cualquier caso, rebosante de alegría.

Y bailar, bailar, entre pasos de danza y folías ni se nota el cansancio, vas lleno de satisfacción, de gozo, de orgullo. Bailar a San Juan, a Alosno, a los alosneros, a tus amigos, a tu familia, a ti mismo. Sientes la miradas y gestos de complicidad del tamborilero, de los demás cascabeleros, de los que van debajo del Santo, de las personas que gritan ¡¡Viva San Juan Bautista!! Y te va envolviendo una especie de nirvana del que no quieras salir. No quieres que se acabe pero cada vez estás más cerca de la Iglesia y cuando entras en ella con San Juan alzado por cientos de brazos, bailando la folía, viendo a tus conocidos llorando de emoción, escuchando multitud de voces gritar ¡¡Viva San Juan Bautista!!…  En esos momentos se pierde la noción del tiempo, te entran escalofríos de los pies a la cabeza, no sientes el cuerpo. Pasas de un estado material a otro mucho más metafísico, sobrepasando el aspecto religioso hacia otro más sentimental y emotivo.

Y cuando acaba ¡¡Ay cuando acaba!! Poco a poco, entre lágrimas y sudores, en la sacristía, vuelves a la realidad. Ya sólo queda el coro de la Iglesia sin dar la espalda al Santo y el fandango parao entre los dos paseos. Y a San Juan pedimos salud para el año que viene. Después, una serena tranquilidad te invade.

Para algunas personas esta celebración les puede parecer un fanatismo colectivo, yo lo considero manifestación de amor a tu tierra, a tu pueblo, tu gente, tu familia, etc.

Me gustaría que todos los alosneros pudieran experimentar por lo menos una vez en su vida ser cascabelero un día de San Juan. Yo dedico este relato a toda mi familia y especialmente a mi hermano Pedro, fuente de que más he bebido savia sanjuanera.

¡¡Viva San Juan Bautista!!

                                                                                                                                                                                                      José Serrano Moreno

                                                                                                                                                                                                                                (Cascabelero por devoción)